Ranuárez, nacido en la
Zaraza de 1922, amaba llano, caballo y vaca, trilogía de la querencia de quien
se precie hijo de la “La Utopía que cabalga entre Venezuela y Colombia”, como
llama Adolfo Rodríguez de la etnia de La
Orinoquia. Ese vástago nacido del vientre de la zaraceña Ana Balza Rodriguez-
prima de los Reyes- Aguirre y del
unareño Pedro Ranuárez, llegó a San Juan de los Morros cuando tenía diez
años, luego de un año en Tucupido y otro
año entre Villa de Cura y Tocuyito,peleando contra el tifus, huyéndole al
paludismo.
Israel, llamado en su acta
de nacimiento José Israel Ranuárez Balza, estudió primaria en la Escuela Aranda
de la capital guariqueña, y los dos primeros años de bachillerato en el Colegio
Roscio, con Pedro Díaz Seijas, Euclides Álvarez, Clemente Pozzo, Manuel
Medrano, Leoncio Corro, Juancho Heredia, entre otros. El bachillerato lo
terminó en el Colegio Federal de Maracay, con el victoriano Federico Brito Figueroa
y varios de sus compañeros provenientes de de Zaraza y Valle de la Pascua.
Desde niño- contaba la abuela
Ana- Israel dijo que sería médico para servir a los pobres y que compraría un
pedacito de tierra “para criar unos bichitos, con corral de palma y un
conuquito para sembrar yuca” todo así, en diminutivo. Era algo pequeño, lo que
soñaba.Pequeño en espacio físico, grande
como medio para drenar
incomprensiones.
De primero al cuarto año de
medicina en la Universidad de los Andes. Pagaba ochenta bolívares por pensión
con tres comidas y lavado de ropa.
Viejas cartas que la abuela
conservaba, hablaban del afecto que la dueña de la pensión les profesaba.
Euclides, paisano zaraceño, hijo de José Antonio y de Doña Josefita, hizo el
mismo periplo de Israel: San Juan- Maracay- Mérida y Caracas. En 1949, se
graduó de Médico Cirujano en la UCV. Recibió el título del guariqueño de
Guayabal Julio de Armas, Rector, entonces, Ministro de Educación, después a la
caída de Pérez Jiménez.
Y se vino Ranuárez a San
Juan. Fue médico rural en Cantagallo, con Rogelia Mayo- sobrina del sabio
Torrealba-, como enfermera. Trabajó en el campamento del MOP en Vallecito y en el Hospital de El Sombrero. Desde 1950
estuvo en la PGV, como adjunto del Doctor R.V Pieretti hasta su muerte. Israel
murió en diciembre del setenta y cuatro..
Un día del verano del año
cincuenta y nueve,, entre tragos y carne asada, después de unos toros coleados
en Ortiz, a Ranuárez, quien hablaba de su sueño de adquirir “ un pedacito de
tierra, para unos bichitos y un conuquito”, le dijeron que una viuda de Cañafistola, allá en el 99,
posesión Marín,, colindante con El Totumo, estaba vendiendo una media legua que
había heredado, porque se iba para
Caracas.
“Eso es mucha tierra” fue lo
primero que dijo, a lo que su informante
le respondió:
-
Mire Doctor esa negra quiere irse lo más
rápido posible. Vende barato. Pura sabana y bastante agua. Yo se la voy a
mandar para que hable con ella.
Eso fue un domingo. El
martes estaba tocando la puerta de la casa, una corpulenta mujer con la piel
color del ébano. Tenía la mirada viva y
una risa que hablaba de antojos.
Mi papá no está le dije.
Viene a las doce. Si quiera lo espera. Yo lo espero- contestó -y se sentó en el
quicio sala de espera del consultorio.
Le ofrecí una silla- aluminio con nailón.
-
No confío e esas bichas- respondió viendo la
silla de reojo. Y se quedó allí, hasta que legó Israel, pasadas las doce. Hablaron.
No quería dinero, quería un Jeep.” Le vendo la tierra por lo que vale un jeep
de agencia o usted lo compra y yo se lo cambio pelo a pelo”.
Israel la invitó a almorzar.
Era una campesina de buen trato y mejores modales. Aceptó. Elogió la comida de
Tere. Mi padre la invitó y se fueron. Se detuvo frente a la Casa Castillo. Un
CJ 4, techo de lona estaba en exhibición, la viuda lo vio y dijo: “Esto es lo
que yo quiero.”
Ranuárez compró el jeep.
Ocho mil bolívares, veinticuatro meses para pagarlo, a doscientos sesenta- cada
giro-, mil quinientos de inicial y un especial
en diciembre del año siguiente. Se hizo el negocio. La mujer firmó en el
registro a cargo de Tulio Hurtado.
Y así comenzó la historia de
nuestra vida en las tierras bañadas por el Río Tiznados y sus afluentes, caños
mansos en verano, desafiantes en invierno.
En esas tierras, bajo ese
cielo, en esos confines me hice llanero, porque dos son los modos de ser
llanero: Nacer y quedarse, y venir para quedarse.
En las costas del Caño Cañafístola, debajo de un frondoso
mamón, Ranuárez escogió lugar para su sueño y se llevó a un penado con las tres
cuartas partes de pena cumplidas, listo para pagar el resto confinado. Se
llamaba Leopoldo, era corpulento, moreno, aindiado. Fundó “Los Bueyes” en
casita de cinc, cocina de tres topias y un cuartico donde guardó su maletín de lona con ropa, una biblia y la
fotografía de una hija que dejó niña en
su Barinas de origen.
Desde el verano del
cincuenta y nueve estuvo Leopoldo en ese rincón del mundo. Íbamos cada sábado.
Ranuárez le pagaba semanal, cinco diarios, ciento cincuenta mensual, lo mismo
que ganaba en la Caja de Trabajo Penitenciario, y le llevábamos comida, además
de ropa y medicinas.
Una vieja escopeta
Winchester calibre 16 que Fabián Antonio Zerpa le regaló a mi papá, le servía
para traer del monte buena cacería. En el patio de la casa había conejos para
escoger y cerca del rancho, en unos matapalos, retozaban los venados. Leopoldo
sembró un conuco y daba gusto ver como llegaban los báquiros en bandada, en la
mañanita.
Para llegar a Los Bueyes en
verano, nos íbamos por San José, entonces Municipio del Distrito Roscio. Dieciséis
kilómetros de tierra de la carretera negra hasta el pueblo. Visitábamos a Don
Jorge Neder adeco entonces, dueño de hato, descendiente de Musiú Neder,
comerciante que echó raíces en esos lares. En San José conocí gente que solo olvidaremos cuando se nos
borre totalmente la cinta de ese súper largo metraje. Musiú Elías y Vicente
Arleo, coleadores de los buenos, el Negro Sixto Rodríguez, todo paciencia
jugando dominó en su casa al lado de la iglesia o en la plaza conversando, Guzmán,
encargado del negocio de esquina, propiedad de Jorge Neder, Alcides, el del
bar, en la plaza El Chino, dueño del otro bar, en la calle de entrada, frente al
telégrafo Velásquez el telegrafista, Neo, hermano de Velásquez, Di Lorenzo,
encargado de la planta eléctrica, Don Isaias Tabare, entre tantos.
En invierno debíamos tomar
el camino de Masaguaral, mucho más lejos, pero bordeábamos el Río. En
Masaguaral era un espectáculo llegar de tarde, cientos, miles de mansas reses echadas
en un banco de sabanas, Hatos de Don Neptalí Donaire y Don César Rojas. En casa
de los Donaire un hombre nacido en San José y llegado para quedarse toda la
vida, llamado Censo, nos obsequiaba café. Censo murió hace poco, con más de
ochenta años encima. Donaire era atento como ninguno. Tenía a mano siempre
buena “custión” para celebrar la vida. Abierto el liquiliqui, como sus brazos.
En Masaguaral conocimos a otro llanero, llamado César Rojas, con sus hijos
Pedrito y César de Jesús limpiábamos
rabo en los toros de San José.
Cuantas veces el viejo Willis se quedaba pegado en el temible estero de Espinito, César Rojas llegaba a cualquier
hora del día o de la noche y nos sacaba con un tractor o con caballos.
En esos confines conocí
hombres recios como el tuerto Antonio Brizuela, fallecido con más de ochenta
años , casi ciego, otro bueno con un lazo en la mano, Hilario Pálima, ambos
fueron encargados de “ Los Bueyes”.
En ese paraíso aprendí los
secretos del llano: corral, ordeño, cacería, templar alambre, hoyar para los
estantes, cortar leña, salar carne y todo cuanto un llanero sabe y debe saber
sobre su mejor amigo, el caballo: ensillar, tusar, bañar, capar, alimentar. Desde
Los Bueyes me venía en Rubito, un alazán criollo de buena rienda o en Garza
Morena, un rucio mosquiao viejo pero con brios, hasta San José, catorce
kilómetros en línea recta, por las vegas del río, saliendo a lo que es hoy
Laguna de Piedra. Solito, bueno con Dios y la Virgen, con un rifle 22 que le
regaló el capitán Antonio Oropeza a Ranuárez. En unos matapalos, cerca de una
mata retozaban los chifles. Llegando al río, bandadas de báquiros cruzaban la
pica para ir a darse vida con la alfombra de merecures maduros.
Que años mas felices
aquellos cuando estudiamos llano a sabana abierta, con maestros como aquellos.
La reláfica de noche, los cuentos de aparecidos, el chiste a flor de palabra,
sonrisas espontáneas, miradas ingenuas, espíritus puros, expresiones inocentes,
apego a su tierra, orgullo de sus ancestros. Me hice baquiano y llevaba a cazar
a Don Antonio Heredia, Alfredo Zapata, Fabián Zerpa, Don Chicho Messina,
Benedetto Bianco, Manolo el joyero Y
Arturo el de la zapateria Graziani.
En Los Bueyes fuimos
inmensamente felices, a la hora del regreso nos invadía una tristeza solo
paliada con la expresión comprensiva de Israel : “ Si quieres te quedas”. Y
muchas veces nos quedábamos cazando perdices y guacharacas que había por
bandadas, conejos por montón en el patio de la casa y venados con cuatro
arrobas de carne. El propio paraíso terrenal, donde la soledad, el silencio, el
paisaje imponente de amaneceres y atardeceres, nos permitió procesar Teorias.
En San José conocimos a un lazo extraordinario para el cacho y .
muela de orejanos, llamado Morris y en la casa del Prefecto Rafael Martínez
recibimos las atenciones suyas y de los
suyos, que eran Doña Rafaela y Evelia. Evelia fue años más tarde
eficientísima secretaria
taquimecanógrafa de la Universidad Rómulo Gallegos, Rectorado , varias sedes
alquiladas.
En San José hicimos pandilla
para irnos camino al río, por un costado del
bar de Alcides, detrás de las chivas, íbamos: Máximo Blanco, los hijos
del Sixto, Héctor Modesto mayor que nosotros, Torogacho, contemporáneo y
Giovani, menor unos años. Iban también los Castro, Emilio y Ciro; los Neder,
Omar y Yayo; los Rojas Pedrito y Cesar de Jesús. Dos de lo Donaire, El Negro y
Angelito .Con la voz y la guitarra de Angel y poemas que nos declamábamos, dábamos
serenatas a las muchachas del pueblo, quienes nos obsequiaban sus sonrisas tímidas por los
postigos entreabiertos en emocionada gratitud, luna iluminando nuestros pasos
adolescentes, todo pasión por tierra, cielo, mujer y caballo.
De Masaguaral hacia la
derecha el hato El Samán de los hermanos Rojas, diminutos de cuerpo, gigantes
de corazón. Recuerdo aquellos brazos pequeñitos y robustos, siempre saludando
de Alejandrito, de Pedrito y de Macario.
La gente de Tiznados
hablaba, habla y hablará con voz nasal, aguda, como los llaneros d Cojedes y
dicen cámara y camarita como los de Apure, echan cuentos como los de Barinas y
dan mucho sin pedir nada como todo llanero de este llano de Colombia y
Venezuela que es uno solo.
En Guaitoco había un hombre
llamado Adolfo Ortega que no era de por allí, pero se cogió para él solo todo
ese llano, y andaba en un rucio paraulato muy brioso con una totuma llena de
sangre que se la bebía como agua, mascando viriles de chivo y de toro para su
propia virilidad. Parecía de otro mundo. Era en verdad de otro mundo, kaki,
botas cazadoras y sombrero alón. Salía del monte como un fantasma, de repente,
y se le atravesaba a uno en mitad del camino con aquellos ojos perdidos y una
enigmática sonrisa como no he vuelto a ver otra.
Tiznados, Tiznados, tierra
buena para hacer crecer semillas, emociones, ilusiones y pasiones, confines que
hacían pensar a uno que aquello era todo, un mundo que comenzaba en Ortiz, en
las paradas que hacíamos en la bodega de Santana Trujillo y Doña Adela, a la
derecha de aquí para allá y en la de Nicanor Rodriguez a la derecha también, de
allá para acá. Tierra que aprendimos a amar a medida que la conocíamos, que
aprendimos a conocer a medida que la recorríamos, llegando siempre al mismo
lugar como quien camina en redondo, como en un mundo más pequeño dentro del
gran mundo, como en el Acento de Cabalgadura de Enrique Mujica, cuyos padres y
tíos iban con nosotros a nuestro paraíso
familiar, porque todos éramos familia, incluidos aquellos, Dámaso y
Rafaelito que jinetearon en pelo a sabana abierta, incluido Leopoldo, el preso
redimido que fundó Los Bueyes, en aquel asiento viejo, bajo un mamón, y
construyo la casa de cinc donde leímos El Capital de Marx, La Guerra y la Paz
de Tolstoi, El Delirio sobre el Chimborazo de Bolívar , las Cartas entre
Bolívar y Sucre, y los Veinte Poemas de Amor de Neruda, entre tantos libros que
allí devoramos.
Nos fuimos a Barquisimeto a
estudiar, Ranuárez se enfermó con una neuritis diabética y quien lo acompañaba
para Los Bueyes, un hijo de Gumersinda Gómez
llamado Oscar, murió arrollado en la salida hacia Los Llanos por una camioneta
conducida por un borracho. En veinticinco mil bolívares de los viejos fue
vendida la media legua con casa, corral, vacas, un toro padrote llamado
Calabozo, pozo profundo, bomba a gasolina, tanque australiano, rifle, escopeta,
el antiguo tractor agrícola que fue de Fabián Zerpa el viejo, con rastra y
todo. En la venta de la alcancía sin fondo estaban incluidos también Rubito y
Garza Morena, mis mas fieles compañeros, dos caballos que para ser gente solo
les faltaba hablar por la boca, porque con los ojos y las orejas,clarito me lo
decían todo.
El comprador de los bueyes
fue un isleño de Canarias llamado Evelio, trabajó de sol a sol, sembró las
vegas frente a Laguna e’ Piedra y terminó la historia de Los Bueyes cuando unos
desalmados lo torturaron y asesinaron para quitarle el fruto monetario de su
trabajo de guanche apegado a la tierra.
Quedan hasta la última
neurona útil estos recuerdos de un tiempo feliz en la escuela donde estudiamos
llanería y obtuvimos el honroso certificado de aprendiz. Suficiente para
aspirar dormir donde despertamos.
Argenis Ranuárez, Ortiz, agosto 24,2013
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