jueves, 18 de mayo de 2017

DE CÓMO ESTUDIAMOS LLANERIA EN LAS TIERRAS DEL TIZNADOS

Ranuárez, nacido en la Zaraza de 1922, amaba llano, caballo y vaca, trilogía de la querencia de quien se precie hijo de la “La  Utopía  que cabalga entre Venezuela y Colombia”, como llama Adolfo Rodríguez  de la etnia de La Orinoquia. Ese vástago nacido del vientre de la zaraceña Ana Balza Rodriguez- prima de los Reyes- Aguirre y del  unareño Pedro Ranuárez, llegó a San Juan de los Morros cuando tenía diez años, luego de un año en Tucupido  y otro año entre Villa de Cura y Tocuyito,peleando contra el tifus, huyéndole al paludismo.
Israel, llamado en su acta de nacimiento José Israel Ranuárez Balza, estudió primaria en la Escuela Aranda de la capital guariqueña, y los dos primeros años de bachillerato en el Colegio Roscio, con Pedro Díaz Seijas, Euclides Álvarez, Clemente Pozzo, Manuel Medrano, Leoncio Corro, Juancho Heredia, entre otros. El bachillerato lo terminó en el Colegio Federal de Maracay, con el victoriano Federico Brito Figueroa y varios de sus compañeros provenientes de de Zaraza y Valle de la Pascua.
Desde niño- contaba la abuela Ana- Israel dijo que sería médico para servir a los pobres y que compraría un pedacito de tierra “para criar unos bichitos, con corral de palma y un conuquito para sembrar yuca” todo así, en diminutivo. Era algo pequeño, lo que soñaba.Pequeño en espacio físico, grande  como medio para drenar  incomprensiones.
De primero al cuarto año de medicina en la Universidad de los Andes. Pagaba ochenta bolívares por pensión con tres comidas y lavado de ropa.
Viejas cartas que la abuela conservaba, hablaban del afecto que la dueña de la pensión les profesaba. Euclides, paisano zaraceño, hijo de José Antonio y de Doña Josefita, hizo el mismo periplo de Israel: San Juan- Maracay- Mérida y Caracas. En 1949, se graduó de Médico Cirujano en la UCV. Recibió el título del guariqueño de Guayabal Julio de Armas, Rector, entonces, Ministro de Educación, después a la caída de Pérez Jiménez.
Y se vino Ranuárez a San Juan. Fue médico rural en Cantagallo, con Rogelia Mayo- sobrina del sabio Torrealba-, como enfermera. Trabajó en el campamento del MOP en Vallecito  y en el Hospital de El Sombrero. Desde 1950 estuvo en la PGV, como adjunto del Doctor R.V Pieretti hasta su muerte. Israel murió en diciembre del setenta y cuatro..
Un día del verano del año cincuenta y nueve,, entre tragos y carne asada, después de unos toros coleados en Ortiz, a Ranuárez, quien hablaba de su sueño de adquirir “ un pedacito de tierra, para unos bichitos y un conuquito”, le dijeron  que una viuda de Cañafistola, allá en el 99, posesión Marín,, colindante con El Totumo, estaba vendiendo una media legua que había  heredado, porque se iba para Caracas.
“Eso es mucha tierra” fue lo primero que  dijo, a lo que su informante le respondió:
-          Mire Doctor esa negra quiere irse lo más rápido posible. Vende barato. Pura sabana y bastante agua. Yo se la voy a mandar para que hable con ella.
Eso fue un domingo. El martes estaba tocando la puerta de la casa, una corpulenta mujer con la piel color del  ébano. Tenía la mirada viva y una risa que hablaba de antojos.
Mi papá no está le dije. Viene a las doce. Si quiera lo espera. Yo lo espero- contestó -y se sentó en el quicio  sala de espera del consultorio. Le ofrecí una silla- aluminio con nailón.
-          No confío e esas bichas- respondió viendo la silla de reojo. Y se quedó allí, hasta que legó Israel, pasadas las doce. Hablaron. No quería dinero, quería un Jeep.” Le vendo la tierra por lo que vale un jeep de agencia o usted lo compra y yo se lo cambio pelo a pelo”.
Israel la invitó a almorzar. Era una campesina de buen trato y mejores modales. Aceptó. Elogió la comida de Tere. Mi padre la invitó y se fueron. Se detuvo frente a la Casa Castillo. Un CJ 4, techo de lona estaba en exhibición, la viuda lo vio y dijo: “Esto es lo que yo quiero.”
Ranuárez compró el jeep. Ocho mil bolívares, veinticuatro meses para pagarlo, a doscientos sesenta- cada giro-, mil quinientos de inicial y un especial  en diciembre del año siguiente. Se hizo el negocio. La mujer firmó en el registro a cargo de Tulio Hurtado.
Y así comenzó la historia de nuestra vida en las tierras bañadas por el Río Tiznados y sus afluentes, caños mansos en verano, desafiantes en invierno.
En esas tierras, bajo ese cielo, en esos confines me hice llanero, porque dos son los modos de ser llanero: Nacer y quedarse, y venir para quedarse.
En las costas del  Caño Cañafístola, debajo de un frondoso mamón, Ranuárez escogió lugar para su sueño y se llevó a un penado con las tres cuartas partes de pena cumplidas, listo para pagar el resto confinado. Se llamaba Leopoldo, era corpulento, moreno, aindiado. Fundó “Los Bueyes” en casita de cinc, cocina de tres topias y un cuartico donde guardó  su maletín de lona con ropa, una biblia y la fotografía de una hija que dejó niña  en su Barinas de origen.
Desde el verano del cincuenta y nueve estuvo Leopoldo en ese rincón del mundo. Íbamos cada sábado. Ranuárez le pagaba semanal, cinco diarios, ciento cincuenta mensual, lo mismo que ganaba en la Caja de Trabajo Penitenciario, y le llevábamos comida, además de ropa y medicinas.
Una vieja escopeta Winchester calibre 16 que Fabián Antonio Zerpa le regaló a mi papá, le servía para traer del monte buena cacería. En el patio de la casa había conejos para escoger y cerca del rancho, en unos matapalos, retozaban los venados. Leopoldo sembró un conuco y daba gusto ver como llegaban los báquiros en bandada, en la mañanita.
Para llegar a Los Bueyes en verano, nos íbamos por San José, entonces Municipio del Distrito Roscio. Dieciséis kilómetros de tierra de la carretera negra hasta el pueblo. Visitábamos a Don Jorge Neder adeco entonces, dueño de hato, descendiente de Musiú Neder, comerciante que echó raíces en esos lares. En San José conocí  gente que solo olvidaremos cuando se nos borre totalmente la cinta de ese súper largo metraje. Musiú Elías y Vicente Arleo, coleadores de los buenos, el Negro Sixto Rodríguez, todo paciencia jugando dominó en su casa al lado de la iglesia o en la plaza conversando, Guzmán, encargado del negocio de esquina, propiedad de Jorge Neder, Alcides, el del bar, en la plaza El Chino, dueño del  otro bar, en la calle de entrada, frente al telégrafo Velásquez el telegrafista, Neo, hermano de Velásquez, Di Lorenzo, encargado de la planta eléctrica, Don Isaias Tabare, entre tantos.
En invierno debíamos tomar el camino de Masaguaral, mucho más lejos, pero bordeábamos el Río. En Masaguaral era un espectáculo llegar de tarde, cientos, miles de mansas reses echadas en un banco de sabanas, Hatos de Don Neptalí Donaire y Don César Rojas. En casa de los Donaire un hombre nacido en San José y llegado para quedarse toda la vida, llamado Censo, nos obsequiaba café. Censo murió hace poco, con más de ochenta años encima. Donaire era atento como ninguno. Tenía a mano siempre buena “custión” para celebrar la vida. Abierto el liquiliqui, como sus brazos. En Masaguaral conocimos a otro llanero, llamado César Rojas, con sus hijos Pedrito y César de Jesús limpiábamos  rabo en los toros  de San José. Cuantas veces el viejo Willis se quedaba pegado en el temible estero de  Espinito, César Rojas llegaba a cualquier hora del día o de la noche y nos sacaba con un tractor o con caballos.
En esos confines conocí hombres recios como el tuerto Antonio Brizuela, fallecido con más de ochenta años , casi ciego, otro bueno con un lazo en la mano, Hilario Pálima, ambos fueron encargados de “ Los Bueyes”.
En ese paraíso aprendí los secretos del llano: corral, ordeño, cacería, templar alambre, hoyar para los estantes, cortar leña, salar carne y todo cuanto un llanero sabe y debe saber sobre su mejor amigo, el caballo: ensillar, tusar, bañar, capar, alimentar. Desde Los Bueyes me venía en Rubito, un alazán criollo de buena rienda o en Garza Morena, un rucio mosquiao viejo pero con brios, hasta San José, catorce kilómetros en línea recta, por las vegas del río, saliendo a lo que es hoy Laguna de Piedra. Solito, bueno con Dios y la Virgen, con un rifle 22 que le regaló el capitán Antonio Oropeza a Ranuárez. En unos matapalos, cerca de una mata retozaban los chifles. Llegando al río, bandadas de báquiros cruzaban la pica para ir a darse vida con la alfombra de merecures maduros.
Que años mas felices aquellos cuando estudiamos llano a sabana abierta, con maestros como aquellos. La reláfica de noche, los cuentos de aparecidos, el chiste a flor de palabra, sonrisas espontáneas, miradas ingenuas, espíritus puros, expresiones inocentes, apego a su tierra, orgullo de sus ancestros. Me hice baquiano y llevaba a cazar a Don Antonio Heredia, Alfredo Zapata, Fabián Zerpa, Don Chicho Messina, Benedetto Bianco, Manolo el joyero  Y Arturo el de la zapateria Graziani.
En Los Bueyes fuimos inmensamente felices, a la hora del regreso nos invadía una tristeza solo paliada con la expresión comprensiva de Israel : “ Si quieres te quedas”. Y muchas veces nos quedábamos cazando perdices y guacharacas que había por bandadas, conejos por montón en el patio de la casa y venados con cuatro arrobas de carne. El propio paraíso terrenal, donde la soledad, el silencio, el paisaje imponente de amaneceres y atardeceres, nos permitió procesar Teorias.
En San José conocimos  a un lazo extraordinario para el cacho y . muela de orejanos, llamado Morris y en la casa del Prefecto Rafael Martínez recibimos las atenciones suyas y  de los suyos, que eran Doña Rafaela y Evelia. Evelia fue años más tarde eficientísima  secretaria taquimecanógrafa de la Universidad Rómulo Gallegos, Rectorado , varias sedes alquiladas.
En San José hicimos pandilla para irnos camino al río, por un costado del  bar de Alcides, detrás de las chivas, íbamos: Máximo Blanco, los hijos del Sixto, Héctor Modesto mayor que nosotros, Torogacho, contemporáneo y Giovani, menor unos años. Iban también los Castro, Emilio y Ciro; los Neder, Omar y Yayo; los Rojas Pedrito y Cesar de Jesús. Dos de lo Donaire, El Negro y Angelito .Con la voz y la guitarra de Angel y poemas que nos declamábamos, dábamos serenatas a las muchachas del pueblo, quienes  nos obsequiaban sus sonrisas tímidas por los postigos entreabiertos en emocionada gratitud, luna iluminando nuestros pasos adolescentes, todo pasión por tierra, cielo, mujer y caballo.
De Masaguaral hacia la derecha el hato El Samán de los hermanos Rojas, diminutos de cuerpo, gigantes de corazón. Recuerdo aquellos brazos pequeñitos y robustos, siempre saludando de Alejandrito, de Pedrito y de Macario.
La gente de Tiznados hablaba, habla y hablará con voz nasal, aguda, como los llaneros d Cojedes y dicen cámara y camarita como los de Apure, echan cuentos como los de Barinas y dan mucho sin pedir nada como todo llanero de este llano de Colombia y Venezuela que es uno solo.
En Guaitoco había un hombre llamado Adolfo Ortega que no era de por allí, pero se cogió para él solo todo ese llano, y andaba en un rucio paraulato muy brioso con una totuma llena de sangre que se la bebía como agua, mascando viriles de chivo y de toro para su propia virilidad. Parecía de otro mundo. Era en verdad de otro mundo, kaki, botas cazadoras y sombrero alón. Salía del monte como un fantasma, de repente, y se le atravesaba a uno en mitad del camino con aquellos ojos perdidos y una enigmática sonrisa como no he vuelto a ver otra.
Tiznados, Tiznados, tierra buena para hacer crecer semillas, emociones, ilusiones y pasiones, confines que hacían pensar a uno que aquello era todo, un mundo que comenzaba en Ortiz, en las paradas que hacíamos en la bodega de Santana Trujillo y Doña Adela, a la derecha de aquí para allá y en la de Nicanor Rodriguez a la derecha también, de allá para acá. Tierra que aprendimos a amar a medida que la conocíamos, que aprendimos a conocer a medida que la recorríamos, llegando siempre al mismo lugar como quien camina en redondo, como en un mundo más pequeño dentro del gran mundo, como en el Acento de Cabalgadura de Enrique Mujica, cuyos padres y tíos iban con nosotros a nuestro paraíso  familiar, porque todos éramos familia, incluidos aquellos, Dámaso y Rafaelito que jinetearon en pelo a sabana abierta, incluido Leopoldo, el preso redimido que fundó Los Bueyes, en aquel asiento viejo, bajo un mamón, y construyo la casa de cinc donde leímos El Capital de Marx, La Guerra y la Paz de Tolstoi, El Delirio sobre el Chimborazo de Bolívar , las Cartas entre Bolívar y Sucre, y los Veinte Poemas de Amor de Neruda, entre tantos libros que allí devoramos.
Nos fuimos a Barquisimeto a estudiar, Ranuárez se enfermó con una neuritis diabética y quien lo acompañaba para Los Bueyes, un hijo de Gumersinda  Gómez llamado Oscar, murió arrollado en la salida hacia Los Llanos por una camioneta conducida por un borracho. En veinticinco mil bolívares de los viejos fue vendida la media legua con casa, corral, vacas, un toro padrote llamado Calabozo, pozo profundo, bomba a gasolina, tanque australiano, rifle, escopeta, el antiguo tractor agrícola que fue de Fabián Zerpa el viejo, con rastra y todo. En la venta de la alcancía sin fondo estaban incluidos también Rubito y Garza Morena, mis mas fieles compañeros, dos caballos que para ser gente solo les faltaba hablar por la boca, porque con los ojos y las orejas,clarito me lo decían todo.
El comprador de los bueyes fue un isleño de Canarias llamado Evelio, trabajó de sol a sol, sembró las vegas frente a Laguna e’ Piedra y terminó la historia de Los Bueyes cuando unos desalmados lo torturaron y asesinaron para quitarle el fruto monetario de su trabajo de guanche apegado a la tierra.
Quedan hasta la última neurona útil estos recuerdos de un tiempo feliz en la escuela donde estudiamos llanería y obtuvimos el honroso certificado de aprendiz. Suficiente para aspirar dormir donde despertamos.


Argenis Ranuárez, Ortiz, agosto  24,2013

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